El autor del texto es Marcos Dalla Cia. Si deseas descargar el texto pincha aquí
En todo esto el rostro juega su papel central. El manifiesta éstas dos dimensiones de la naturaleza del hombre: la miseria y lo misterioso. El rostro desnudo nos muestra lo vulnerable del otro; lo decubierto da la sensación de desprotección e indigencia. A su vez, el rostro nos muestra lo que de particular y específico tiene el otro: aquel a quien miramos se nos presenta tal cual él es, con su mirada, sus rasgos, su gestos, su sonrisa. No existe un rostro genérico; al hablar de rostros lo hacemos haciendo referencia a personas concretas: es la mirada de éste, es la sonrisa de aquel. En el rostro se nos manifiesta ésta persona y nada más que ésta persona; y nuestro compromiso y entrega es para con ésa persona concreta, a la que reconocemos como única, distinta y digna de ser amada. Porque así como cada uno de nosotros siente la necesidad de ser reconocido, amado, respetado y promovido, también cada persona es portadora de iguales anhelos. Y a esta realidad no le podemos escapar. Podremos negarla pero nunca podremos decir que no supimos de su existencia. Esto es lo grandioso del rostro: él no nos deja mentir, desenmascara nuestras hipocresías, nuestros temores de jugarnos y vincularnos con el otro. El rostro en cierta forma está allí, denunciando nuestra cobardía y nuestro egoísmo. Pero también está allí para recordarnos de que barro estamos hechos, de donde venimos y hacia donde nos dirigimos. Nos recuerda que no somos “solos en el mundo” sino que estamos llamados a ser con otros. Se podría decir que es una oportunidad, una nueva chance. Confrontándonos con el rostro ajeno nos conectamos con lo más propio de nosotros mismos y descubrimos, si queremos, nuestra vocación a la comunión. El rostro aquí es, como dijimos, oportunidad, oportunidad de cambio y de mejora.
En síntesis podríamos afirmar con Levinas que ante el rostro no tenemos más que dos opciones: la acogida del otro, o sea, su aceptación, o la negación y el consecuente desprecio. Son éstas dos las opciones que se nos presentan: una nos abre y nos hace crecer al poder nosotros realizar con los demás lo más esencial de la persona humana: la vincularidad. La otra decisión nos entierra vivos. Y usamos esta expresión porque nos parece que es la más adecuada para manifestar una existencia que transcurre de manera tan desesperante. A muchos de nosotros se nos habrá erizado la piel al escuchar historias de personas que, siendo dadas por muertas, fueron encerradas en un ataúd y enterradas, y que pasado un lapso de tiempo recuperaron el sentido y se encontraron en semejante situación. Análogamente transcurren nuestras vidas al obstinarnos en no reconocer en los rostros que nos rodean (y que querramos o no están allí interpelándonos) la manifestación patente del sentido de muestra existencia. Una opción: o por la vida o por la muerte. Un camino: el cotidiano, personal y a veces desfigurado y herido rostro del otro"
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